En lo alto de aquel pedrusco se
encontraba el faro recién huérfano de su dueño, Espléndido Caffó. Se veía
triste, se veía apagado. Hacía años que no funcionaba, pero Espléndido, que
dedicó su vida entera a ese faro, decidió dejarlo todo atrás y vivir en aquella
torre que ya no guiaba ningún barco. Vivió allí sus años más álgidos, más
claros. Aquella luz le daba las coordenadas para no volverse loco y seguir adelante
en cada obstáculo de la vida. Hasta que Espléndido, desencantado con lo que
realmente eran las cosas, decidió apagarlo. Prefería estar loco, pero por lo
menos tenerlo claro.
Después de
publicar la noticia, velarlo, santificarlo y enterrarlo, los hijos legítimos
fueron corriendo al notario para ver qué les había dejado. Al hermano mayor le
dejó su colección de libros usados junto con la cubertería de plata de su boda.
Al mediano le dejó una carta sentimental y varias monedas antiguas de un valor
desorbitado. Por último, al pequeño, le dejó su coche y, aunque el pequeño
todavía no lo supiera, el faro. Se fueron de la notaría los dos primeros
hermanos llenos de alegría. Iban a ser ricos vendiendo la plata y las monedas.
Vivirían en algo un pelín más grande que un piso, que para ellos suponía un
palacio. El menor de los hermanos, un poco despagado con la parte que le había
tocado, fue a recoger del garaje la chatarra sobre ruedas que le había dejado.
Miró el coche y se puso a llorar. Su padre desapareció tan pronto de su vida
que no sabía nada de él. Quiso preguntar en varias ocasiones a su madre y a sus
hermanos, pero era un tema tan sumamente tabú, que obtener una puntita de
información era casi un milagro.
Condujo la
cafetera hasta su casa y la dejó aparcada en la puerta. Era una tartana de
color negro con manchas de óxido por todas partes. Se detuvo unos minutos, con
las llaves en la mano, a observarlo de arriba abajo.
Abrió la
puerta de su casa, dejó los trastos y resopló cansado –Hoy ha sido un día
raro.- Pasó una hora y todavía no se había sentado, así que salió al balcón a
fumarse cuatro cigarros. La calle estaba en completo silencio. Al segundo
pitillo, bajó la cabeza y miró el coche. Enchufó el tercer cigarrillo y a lo
tonto a lo tonto, seguía mirando ese coche negro oxidado. Casi sin terminar el
tercero, se enchufó el cuarto pitillo. Él no se dio cuenta, pero desde que le
atrapó el automóvil, no había parpadeado. Cogió las llaves y bajó para
conducirlo. Giró la llave para arrancarlo y haciendo un par de juegos con los
pedales por inercia, lo puso en marcha y salió de la calle seguro y como
hipnotizado.
A mitad de
camino, se despertó y fue consciente de que llevaba el volante en sus manos. Se
asustó y quiso dar la vuelta para volver a casa, pero cuando quiso girar a la
derecha para el cambio de sentido, su cuerpo y el coche pasaron de largo.
Siguieron por una carretera oscura. Llegó a una explanada con una torre inmensa
en medio que todavía no identificaba. –Parece un faro abandonado.- Escuchó un
par de ruidos y como si fuera el protagonista de La piel fría en sus primeras noches en la isla con aquellos seres
extraños, le recorrió por el cuerpo un latigazo eléctrico. Apretó las nalgas y
salió corriendo hacia el coche para volver a casa.
Las consecutivas
noches se siguió sucediendo el mismo ritual con el ataque de pánico justo al
final y una retirada prudencial debajo del nórdico de su cama. Hasta que un
día, a eso de las cinco de la tarde, el coche le llamó y lo llevó de nuevo al
faro. Ésta vez, como el sol lo dejaba ver todo, no le dio ese apretón de miedo
y se atrevió a entrar. Las escaleras estaban medio en ruinas, salía vegetación
de cualquier lado. Subió y subió cada cinco peldaños más rápido. Cuando ya le
caían las gotas de sudor hasta por los labios, llegó a la cima del faro. Vio el
foco, las cristaleras llenas de mugre, moho y polvo. Vio un colchón sucio a la
izquierda del todo. Alrededor, un montón de libros y cuadernos garabateados y
al lado de la almohada, una foto. La cogió con cuidado, le dio la vuelta y dijo
–Somos nosotros.- Eran su madre, sus hermanos, él y justo en medio, un hombre
con la barba frondosa y hasta más debajo de los hombros que fumaba en una pipa
muy alargada.
Se sentó en
aquel colchón y se entretuvo mirando la foto y leyendo los apuntes y libros.
Sin darse cuenta se hizo de noche. Todo se quedó completamente oscuro. Fue de
repente consciente y se volvió a quedar paralizado. Se empezó a imaginar de
nuevo a aquellos seres anfibio-humanoides saliendo del agua y reptando para
matarlo. Su instinto de supervivencia le levantó rápido del suelo y como si
encendiera faros de toda la vida, encendió el gran foco. Esa luz unidireccional
le calmó del todo. Sentía una paz extraña que no le hacía pensar en sus miedos
más preciados.
Se enchufó
el primer cigarro, se apoyó en el hueco del ventanal que estaba roto y así, en
esa posición y con el foco encendido, pasaron veinte años. Cuentan los del
pueblo de bajo, que de repente un día, guardó sus cigarros, apagó la luz, se
acostó en el colchón a mirar el techo y murió de pena con los años.
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